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TEXTO DIGITAL 11: JUAN SOLDADO (cuento de tradición oral)

En memoria de mamá Matilde,

que tantas veces me lo contó,

como la “Chacha Gorda”

se lo había contado a ella

JUAN SOLDADO

(palabras del texto: 3.700)

Esto era y dejará de ser hasta que te lo cuente otra vez: Un mozuelo sin oficio ni beneficio, al que le tocó en suerte ser soldado. Juan, que así se llamaba, sirvió como soldado ocho años, se volvió a reenganchar otros ocho y, después, ocho más.

Cuando hubo cumplido el último reenganche ya era un veterano cuarentón que no servía para los duros trabajos del ejército, de manera que lo licenciaron, dándole por toda paga un pan de canto y seis reales.

-¡”Malhaya” sea mi suerte, –pensó Juan Soldado echando a andar por el camino adelante- que, después de servir al rey veinticuatro años, no he sacado en limpio más que un pan de canto y seis reales! Pero, ¡anda con Dios!, que Juan Soldado es un hombre de bien que ni debe ni teme.

Eran los tiempos en que Jesucristo andaba por el mundo, llevando con él a San Pedro y quiso la Providencia que Juan Soldado les alcanzara por el camino. Viendo Jesucristo que Juan venía pisándoles los talones, dijo a San Pedro:

-Ve y pídele una limosna, Pedro.

San Pedro le salió al paso:

-Buen hombre, Dios te bendiga. Una limosnita para estos pobres que no han comido en tres días.

-¿Qué podría daros Juan Soldado, que después de veinticuatro años sirviendo al rey no ha escapado más que con un pan de canto y seis reales? Quede usted con Dios, buen hombre, no vaya a ser que en otros tres días sea Juan Soldado el que venga a pediros.

San Pedro, que era hombre de corazón blando y sentía gran sofocación con estos asuntos, se disponía a desistir del intento, dejando a Juan Soldado seguir su camino; pero Jesucristo, que conocía el fondo de las almas, más allá de lo que pueden ver los ojos, apenas volvió a su lado, le dijo:

-Pedro, has de tener más fe en los asuntos que te encomiendo, pues éstos no son en vano. Ve, pues y pídele una limosna. Te sorprenderá lo que despierta en su alma el convencimiento de la tuya.

San Pedro aligeró el paso y abordó de nuevo a Juan Soldado:

-Perdóname, hermano. Sé que tu necesidad es, por lo menos, tan grande como la nuestra, pero créeme si te digo que compartir un poco de tu generosidad, es suficiente para mitigar nuestra desdicha, al menos por un día más.

-Veinticuatro años sirviendo al rey y no tengo más que un pan de canto y seis reales –dijo Juan Soldado-, pero, después de entregar veinticuatro años de mi vida al rey a cambio de tan poco, ¿no he de daros a vosotros, que tan necesitados como yo estáis?

Y, diciendo estas palabras, sacó su navaja, hizo tres tercios del pan, les dio dos y se quedó con uno.

A las dos leguas mal contadas, Juan Soldado volvió a divisar, camino adelante, a Jesucristo y a San Pedro; y, aunque juraría que eran los mismos, no podía dar crédito a lo que veían sus ojos, porque sabía con certeza que los había dejado más atrás. Cuando hubo llegado a su altura, San Pedro se acercó a él y le pidió una limosna.

-Quiéreme parecer –dijo Juan Soldado- que ya les he dado “denantes” a ustedes, pues conozco esas barbas, pero como eso no puede ser, no voy a escatimar a otros lo que antes compartí con unos, siendo unos y otros tan iguales.

Y, diciendo estas palabras, sacó la navaja, hizo tres tercios del tercio de pan que le quedaba, les dio dos y se quedó con uno. Juan Soldado caminaba deprisa y, no bien se hubo asegurado de que los dejaba atrás, se comió su parte, no fuera a ser que se la volviesen a pedir.

Al ponerse el sol, divisó por tercera vez a Jesucristo y a San Pedro, que estaban sentados sobre unas piedras del camino. Esta vez no tenía duda de que eran ellos. Pero Juan Soldado era un hombre sensato y, como tampoco tenía duda de que los había dejado atrás, pensó que quizá el cansancio y el hambre, le hacían ver visiones.

-Al fin y al cabo –pensó-, solamente he comido la novena parte de un pan en todo el día.

Mientras Juan Soldado se acercaba, Jesucristo le dijo a San Pedro:

-En cuanto llegue hasta nosotros, te acercas y le pides limosna.

-Maestro, –contestó San Pedro- ¿cómo voy a pedirle limosna por tercera vez, si ya nos ha dado dos y nos conoce? Todo puede ser que nos tome por embaucadores y nos sacuda con el garrote de olivo que lleva en la mano.

-¡Ay, Pedro! ¿Cuántas veces he de decirte que el verdadero yo, como las cebollas, no sale a relucir, sino cuando se ve despojado de su última capa? ¿De qué te asombras tú, que tuviste que negarme tres veces para dar conmigo y contigo? Ve, pues, y haz lo que te digo.

San Pedro se acercó a Juan Soldado y le dijo:

-¡Ay, hermano! Mi compañero y yo morimos de inanición, estamos ateridos de frío y no tenemos un real con que comprar un poco de calor y de esperanza. Solamente nos queda apelar a tu compasión para no terminar aquí nuestra andadura.

-Juraría yo que ya nos hemos visto un par de veces,- dijo Juan Soldado- mas no han de pagar justos por pecadores a causa de mis desvaríos. Después de haber entregado veinticuatro años de mi vida al rey no me quedan más que seis reales. ¡Mas no he de quedar por cuatro en deuda con la misericordia de Dios!, que Juan Soldado ni debe ni teme.

Y, diciendo estas palabras, sacó de su faltriquera seis reales, les dio cuatro y se quedó con dos.

-¿Dónde voy yo ahora con dos reales?, -dijo para sí Juan Soldado echando a andar- no me queda otra que tener la suerte de encontrar algún predio donde hayan menester de mis servicios y echar en ello el alma para procurarme algo de comer.

-Maestro, –dijo San Pedro a Jesucristo- ¿qué merece este desgraciado que por tres veces ha compartido con nosotros lo poco que tenía?

-Corre a su encuentro y dile que pida lo que quiera, Pedro –dijo Jesucristo- que, por la generosidad divina le será concedido.

Hízolo así San Pedro, pero antes de que Juan Soldado le respondiera, le aconsejó:

-¡Pide la Gloria!, la Gloria celestial.

Juan Soldado, después de pensarlo detenidamente, le respondió:

-Y ¿para qué habría yo de menester la Gloria? Después de veinticuatro años de servir al rey no tengo más que un morral vacío. No es la Gloria lo que se me debe, sino la renta que bien me he ganado. Conque se me ocurre pedir que todo lo que yo diga que venga a mi morral, que venga a mi morral.

-Que así sea –dijo San Pedro

Siguió Juan Soldado su camino y, al día siguiente, llegó a un pueblo con más hambre que vista. Quiso entonces la Providencia que pasara por delante de una carnicería, donde lustrosas ristras de morcillas, chorizos y longanizas pendían de sus ganchos, emanando aromas seductores.

Juan Soldado era un hombre escéptico, pero como se le hacía la boca agua nada podía perder con poner a prueba el don que el de las barbas dijo que se le había concedido. Así que, ni corto ni perezoso, dijo:

¡Venga esa chacina a mi morral!

Y, digno de ver para quienes pudieron verlo: morcillas, chorizos y longanizas empezaron a descolgarse de sus ganchos y, arrastrándose como culebras, se iban derechas al morral de Juan Soldado. En esto que el montañés dueño de la carnicería y su hijo corrían incrédulos detrás de las chacinas, dando traspiés y tratando de atajar chorizos, morcillas y longanizas, que se escurrían entre sus dedos como anguilas. Y más incrédulos aún, volvieron tras sus pasos cuando vieron que, a mitad del recorrido, de cada ristra salía otra igual que seguía derecha al morral de Juan Soldado, mientras la primera desandaba el camino hasta colgarse del gancho de donde había pendido antes.

Juan Soldado suspiró de alivio al comprobar que el don que había recibido no era en perjuicio de nadie, porque él era un hombre cabal, que ni debe ni teme.

Siguió más adelante, buscando un lugar para sentarse a comer, cuando avistó una panadería, llena de hogazas de pan más blancas que flor de harina y, ni corto ni perezoso, dijo:

-¡Venga ese pan a mi morral!

Y, digno de ver para quienes lo vieron: salían las hogazas de sus estantes a la calle y la pobre panadera, dando traspiés, iba tras ellas sin poderlas atajar, porque rodaban desatinadas como piedras cuesta abajo. Pero, a mitad del recorrido, de cada hogaza salía otra igual que seguía derecha al morral de Juan Soldado mientras la primera desandaba el camino hasta colocarse en la estantería de donde había salido.

Satisfecho Juan Soldado por esta segunda comprobación, se sentó a dar de comer al hambre que lo acompañaba con tanto gusto que, cuando acabó, se le hacía cuesta arriba llevar el morral, a pesar de que lo dejó casi vacío.

Sintió entonces gran necesidad de descansar. Como era licenciado del ejército, tenía derecho de alojamiento, así que se encaminó al Ayuntamiento.

-Soy un pobre soldado, señor alcalde, que después de veinticuatro años de servir al rey, me hallé con un pan de canto y seis reales, de los que no me quedan más que dos, porque lo demás lo dejé por el camino.

-Cerca del pueblo hay una hacienda –dijo el alcalde- a la que nadie quiere ir, porque hace poco ha muerto en ella un condenado y dicen que su espectro anda rondando por allí. De modo que si tú no temes al asombro, puedes quedarte allí el tiempo que quieras.

-Pues no se hable más, señor alcalde, que Juan Soldado ni debe ni teme.

Entró Juan Soldado en la hacienda y cuál fue su sorpresa al hallarla tan limpia y provista como si realmente estuvieran viviendo en ella: la bodega disponía en abundancia de buenos vinos; la despensa estaba cargada de toda clase de viandas y hasta la leña estaba dispuesta para el fuego. No había duda de que aquella había sido la casa de un hombre rico.

Como no las tenía todas consigo, lo primero que hizo fue llenar un buen jarro de vino, que el vino dicen que engalla a los más apocados; y a continuación encendió la chimenea y se sentó junto a ella para prepararse unas migas con tocino. Apenas se había sentado cuando oyó una voz que bajaba por la chimenea:

-¡Que me eeeecho!

Quedó un rato parado, como quien no quiere la cosa, pero al instante:

-¡Que me eeeecho!

-Pues, ¡échate con mil puñetas!, -respondió Juan Soldado, envalentonado por el vino y dando un golpe con el jarro sobre la mesa- que Juan Soldado ni debe ni teme.

No bien hubo dicho estas palabras, cuando cayó a la mismita vera suya la pierna de un hombre. Juan Soldado sintió un espeluzno que se le pusieron de punta todos los pelos del cuerpo.

-¿Quieres que te entierre? –le preguntó cuando se repuso del susto-

La pierna dijo que no moviendo el pie.

-Pues, ¿para a qué has venido entonces?, ¡púdrete ahí!

Al momento, se volvió a escuchar la misma voz:

-¡Que me eeeecho!

-Pues ¡échate con mil puñetas!, que Juan Soldado ni debe ni teme.

Cayó entonces la pierna compañera de la otra y así fueron cayendo uno tras otro los cuatro cuartos de un hombre.

Por último cayó la cabeza, y Juan Soldado, a pesar de que estaba curado de espanto y algo pintón a causa del vino, no tuvo más remedio que dar un repullo cuando vio que la cabeza se apegó a los cuartos y se puso en pie de una pieza: como que era el mismísimo dueño de la hacienda, el condenado en cuerpo y alma.

-¡Juan Soldadooo! –dijo una voz cavernosa que ponía la carne de gallina- Veo que no tienes miedo de mí y necesito un mortal como tú para lo que tengo que hacer....

-Sí, señor asombro, -respondió Juan Soldado- en mi vida no ha habido miedo que me frene, ni trabajo que me harte y, a pesar de eso, ha de saber su merced que en veinticuatro años que he servido al rey no he venido a sacar más que un pan de canto y seis reales, de los que ya solo me quedan dos.

-No te tortures por eso, que si haces lo que te voy a decir, además de salvar mi alma, serás un hombre rico el resto de tu vida.

-Sí, señor asombro, estoy dispuesto a hacer lo que sea, incluso a lañarle a su merced los cuatro cuartos para que no se le vuelvan a desperdigar.

-Pues sígueme –dijo el espectro

Y, diciendo estas palabras, alargó un brazo como una garrocha y apagó la luz del candil. Verdaderamente no se necesitaba luz alguna, porque sus ojos alumbraban como dos tizones encendidos.

Cuando llegaron a la bodega, el espectro se acercó a una de las grandes tinajas donde fermentaba el vino y, destapándola, alargó su brazo de garrocha y fue sacando una a una tres tinajas más pequeñas. Mandó acercarse a Juan Soldado y le dijo:

-Esta tinaja está llena de cuartos, que repartirás a los pobres; esta otra está llena de plata, que emplearás en sufragios por mi alma; y esta última está llena de oro y será para ti, cuando hayas hecho lo que te he encomendado.

-Pierda cuidado, señor asombro, que veinticuatro años me he tirado cumpliendo con puntualidad lo mandado, sin sacar más premio que un pan de canto y seis reales; con que vea su merced si lo haré ahora que tan buena recompensa me espera.

Así se hizo para disgusto de Lucifer, que andaba endemoniado, porque se quedó sin el alma del condenado, debido a lo mucho que por ella rezaron los pobres y la Iglesia. De modo que Satanás mandó llamar a su ojito derecho, un diablillo joven, llamado Satanasillo, y le dijo:

-Baja a la Tierra y tráete a ese Juan Soldado, que aquí le vamos a enseñar a hacer palmas con las orejas sin tocarse los cuernos. Anda, que cuando vuelvas te voy a regalar una inmensidad de telas, dimes y dijes para que te diviertas tentando y seduciendo a las hijas de Eva y otro tanto de barajas y pellejos de vino para que puedas pervertir y perder a los hijos de Adán.

Estaba Juan Soldado harto y feliz en su bien ganada hacienda, disfrutando de un jarro de vino y un buen torrezno con pan, al calor de la lumbre, cuando volvió a escuchar una voz que bajaba por la chimenea:

-¡Que me eeeecho!

-Espérate, hombre, siquiera que apure este torrezno y este jarro de vino -dijo Juan Soldado-, pero no le dio tiempo a echar otro trago cuando…

-¡Que me eeeecho!

-Pues, ¡échate con mil puñetas!, -respondió Juan Soldado, dando un golpe con el jarro sobre la mesa- que Juan Soldado ni debe ni teme.

Apareció Satanasillo, más feo que Picio, junto a la lumbre y Juan Soldado le preguntó:

-Dime, ¿a qué vienes, alma de Caín?

-A llevarme a su merced al Infierno. –Respondió el diablillo

-Pues mira por dónde no voy a ser yo quien te lleve la contraria, que Juan Soldado ni debe ni teme. Pero antes súbete a esa higuera que tiene unas brevas como puños y coge todas las que puedas, mientras yo voy por mi morral, porque se me antoja que el camino que vamos a andar es largo.

Estaba Satanasillo cogiendo brevas cuando llegó Juan Soldado con su morral y, ni corto ni perezoso, dijo:

-¡Venga el diablo a mi morral!

El diablo chico, pegando cada berrido que encogía el alma y resistiéndose con saltos, cabriolas y retortijones, no tuvo más remedio que entrar en el morral. Cuando estuvo dentro, Juan Soldado cogió su garrote de olivo y empezó a sacudir trancazos sobre Satanasillo, hasta que le molió los huesos y le rompió una pierna. Cuando se le cansaron los brazos de tanto sacudir, soltó al diablillo y le dijo:

-Ahora vete por donde has venido y no se te ocurra volver si no quieres que te haga los huesos harina.

Cuando Satanasillo llegó a las puertas del Infierno, Lucifer, el diablo mayor, montó en cólera y decidió ir él mismo en persona a traerse a Juan Soldado.

Estaba Juan Soldado disfrutando de su jarro de vino y un buen chorizo con pan, cuando escuchó la voz de Satanás que bajaba por la chimenea:

-¡Que me eeeecho!

Como ya estaba prevenido y tenía colgado su morral junto a él, esta vez no tuvo aguante para esperar:

-Pues, ¡échate con mil puñetas! –dijo, alargando la mano para coger el morral.

Lucifer se plantó delante de él, echando fuego por los ojos y un hedor tan insoportable por la boca, que a Juan Soldado casi le hizo vomitar.

-¿A qué vienes, alma de serpiente?

-Vengo a llevarte conmigo al Infierno –dijo Lucifer alargando sus brazos con aquellas uñas negras y espeluznantes..

-Pues que sepas que, después de veinticuatro años sirviendo al rey por un pan de canto y seis reales, no se me viene en gana una expedición y menos con gente de tu calaña. ¿Estás en lo que es?, de modo que ¡Venga el diablo a mi morral!

Y, diciendo estas palabras, Satanás empezó a doblarse hacia el morral y por más que se defendió, se retorció y se hizo un ovillo; por más que bramó, bufó y aulló, al morral fue de cabeza. Entonces Juan Soldado cogió un yunque de herrero y empezó a sacudir sobre el morral cada golpe que hacía hoyo; y eso que Satanás era duro de roer. De esta manera le dejó los huesos molidos y le rompió una pierna y las costillas. Cuando se le cansaron los brazos de tanto sacudir, dejó ir al preso y le dijo:

-Ahora vete por donde has venido y no se te ocurra volver por aquí. Estás prevenido.

Cuando la corte infernal vio llegar al diablo mayor, arrastrándose, lisiado, tullido, y con el rabo entre piernas, les entró a todos el miedo en el cuerpo.

-Después de esto, ¿qué hacemos, señor? -preguntaron a una voz.

-Mandad que vengan cerrajeros para que sellen las puertas, albañiles para que tapen todas las grietas y ventanas del Infierno, y no dejen sino ventanucos, a fin de que no se cuele por aquí Juan Soldado —les respondió Lucifer. Y así lo hicieron.

Cuando Juan Soldado, ya anciano, conoció que le llegaba la hora de la muerte, mandó que le metieran el morral en el ataúd. Y así se hizo.

Muerto ya Juan Soldado subió a las puertas del Cielo, donde se encontró con San Pedro, que, nada más verlo y sin darle tiempo a decir palabra, le recriminó:

-¿No te dije que pidieras la Gloria? Has de saber que aquí solo entran las almas que se han despojado de todo cuanto pudieron tener o desear en vida, pues nada más les ha de hacer falta. Conque ya puedes ir soltando ese morral, siquiera sea en el mismísimo Infierno.

Se disponía San Pedro a cerrar las puertas, cuando Juan Soldado, que le había reconocido al punto, le contestó:

-Ya me pareció cicatero su merced que, teniendo la Gloria, vino a pedirme un pan y cuatro reales y yo, que después de entregar mi vida al rey durante veinticuatro años, nada tenía y menos pedí que no me quisieran dar, ¿ahora resulta que tenía que haberme quedado con dos reales y un morral vacío para merecer la Gloria? Pues sepa su merced que Juan Soldado nada hizo, ni tuvo ni deseó que no fuese justo y cabal y que en este morral no hay otra cosa que su honra, conque si para entrar aquí hay que despojarse de ella, ¡vaya Juan Soldado con su honra al Infierno!

Y, diciendo estas palabras, con su morral al hombro, se encaminó resuelto a las puertas del Infierno. Pero no había llegado a ellas todavía, cuando los diablos, que estaban alerta, le vieron venir y empezaron a correr de un lado para otro gritando como locos:

-¡Cerrad puertas y ventanillas,

que viene Juan Soldado quebrando patas y costillas!

Por más que lo intentó, no hubo hueco, ni puerta, ni ventana por donde pudiera entrar, de modo que no tuvo más remedio que volver por el mismo camino que había venido.

Llamó Juan Soldado de nuevo a las puertas del Cielo y, apenas asomó San Pedro, ni corto ni perezoso, dijo:

-¡Venga San Pedro a mi morral! Que Juan Soldado ni debe ni teme.

Y, diciendo estas palabras, las barbas de San Pedro empezaron a orientarse hacia el morral y por más que clamó y suplicó la intercesión divina, no hubo otra que entrar de cabeza.

-¡Insensato! –decía San Pedro desde el fondo del morral- ¿no ves que has franqueado la entrada a las fuerzas del mal?

Apenas hubo traspasado la puerta, Juan Soldado liberó al prisionero, diciéndole:

-Vea su merced, que a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

A todo esto, Dios, que contemplaba la escena mondándose de risa, se acercó a ellos diciendo:

-No concedí a Juan Soldado otro don que el de su libre albedrío y no fue su morral otra cosa que su conciencia. Sufrió la injusticia y la ingratitud, mas no por eso eligió ser injusto ni ingrato con quienes pudo serlo; le fue dado el poder de tener lo que deseara, mas eligió asegurarse de no quitarle a nadie lo que era suyo; tuvo miedo, mas el miedo no le paralizó, porque eligió enfrentarte con valentía a lo desconocido; pudo haber pedido la Gloria, mas no pidió sino lo que creía merecer; y, ya en las puertas del Cielo, eligió irse con su honra al Infierno antes que entrar en la Gloria sin ella. En verdad te digo, Juan, que traes en tu conciencia la paz de quien se siente satisfecho de su vida. Y, pues ni debes ni temes, venga tu morral a la Gloria, que no ha de reinar el mal donde esté el morral de Juan Soldado.

Cuento de tradición oral, recogido por Fernán Caballero y aquí recreado.

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

A) PREGUNTAS: Copia y contesta en tu cuaderno, las siguientes:

1) ¿De qué se quejaba continuamente Juan Soldado?


2) ¿Qué frase solía repetir cada vez que tomaba una decisión?


3) ¿Por qué motivo decidió Juan Soldado dar limosna la primera vez? ¿y la segunda?


4) ¿Por qué motivo no pidió la Gloria?

5) ¿Qué fue lo que disgustó tanto a Lucifer?

6) ¿Para qué dijo Juan Soldado a Satanasillo que no quería llevarle la contraria?

7) ¿Por qué San Pedro no dejó entrar en la Gloria a Juan Soldado?

8) ¿Por qué Juan Soldado no quiso soltar su morral?

9) ¿Qué título le pondrías al párrafo que empieza con “Apareció Satanasillo…” y termina con “.. el camino que vamos a andar es largo”

10) ¿Qué enseñanza se puede sacar de esta historia?

B) VOCABULARIO

a) Copia en tu cuaderno las palabras enlazadas y sustitúyelas por sinónimos, o bien, explícalas en su contexto y con tus propias palabras:

Por ejemplo: desistir: San Pedro iba a dejar de intentar pedirle limosna otra vez.

b) Explica las frases hechas coloreadas en verde.

C) RESUMEN

Resume en tu cuaderno, sin copiar el texto, las ideas principales del bloque temático que se podría titular: “Juan Soldado pone a prueba el don de su morral”

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